Agilberta se convirtió
en adulta sin haber sido nunca niña. Y no lo fue, porque los niños no piensan
en la muerte. Agilberta, sin embargo, empezó pronto a intimar con la señora
vestida de negro. Pudo tener que ver esta querencia con el hecho de que su
madre falleciera al parir su quinto hijo, y que Agilberta tuviera que asistir a
la muerte de dos de sus hermanos antes de que hubieran pasado la niñez.
Su madrastra,
Teodequilda, era lo que se suele llamar hija de mala madre, cuando se quiere
ser prudente, y hacía todo lo posible por aniquilar a la prole anterior en
beneficio de sus propias hijas, dignas aprendizas de sus malas artes. El padre,
Cirilo, iba y venía al trabajo, con paradas cada vez más largas en el bar,
donde la botella le iba absorbiendo lentamente.
Huérfana absoluta, tomó
Agilberta su hatillo y se echó al mundo, dando con sus huesos en una casa de
latrocinio famosa en la ciudad. Conoció las cotas más altas de la iniquidad, de
la mano de próceres locales que manifestaban allí su cara más oculta.
Quiso la fortuna que llegase
como cliente un pasmarote de alta cuna y baja autoestima, de nombre Tarasio,
que se empeñó en sacarla del arroyo e irse a vivir con ella bajo la mancha del
pecado. En el barrio obrero en que se asentaron, a espaldas de la familia de él
que no la toleraba, vivieron los tres, Tarasio, Agilberta y la muerte. No había
día en que no pensara en ella como una amiga, sin miedo ni inquietud, solo como
se mira la puerta de salida de una reunión mundana en que nos estamos
aburriendo.
La vida transcurrió
varios años en ese estancamiento, que Agilberta animaba con algunas aventuras galantes
a espaldas de Tarasio. Uno de los amantes, un industrial viudo con posibles, le
ofreció matrimonio y aceptó, dejando a Tarasio una nota breve en el recibidor,
y a la muerte un “espera de momento”.
Con Abencio, su marido,
fue Agilberta feliz y pasó por la experiencia, casi ya descartada, de la
maternidad. Crió a sus hijos y se convirtió en un ama de casa primorosa, pero
no por eso dejó sus conversaciones con la dama que la observaba en los espejos.
Maduró Agilberta, murió
Abencio y casó con Sabiniano, un vecino que la llevaba años admirando cuando se
cruzaba con ella en la escalera. Con él recorrió el mundo en viajes fastuosos,
pues era rico y los hijos se habían ya independizado. Sin embargo, en ningún
continente dejó Agilberta de recibir la presencia callada de la muerte.
Cumplió años y años. Todos
se fueron yendo menos ella, incluidos el marido y algunos de los hijos. Agilberta
sigue ahí ante el espejo, ante la puerta abierta, ante el abismo. La señora de
negro viene todas las tardes, pero de pura confianza han acabado jugando juntas
a la brisca.