Nació
Mafalda de la cabeza de un varón, como ocurre con algunos personajes
mitológicos. Fue criada por un matrimonio de clase media urbana en las planicies
exiguas de un periódico. Allí permaneció
durante años, discurseando sobre los grandes problemas de la vida, como la paz
mundial, la pobreza, los abusos del poder y la amenaza de cenar otra vez sopa.
Durante
años y años, la niña Mafalda se mantiene inalterada, con su vestido estampado,
su lacito en el pelo y su estatura infantil detenida en el tiempo, mientras millones
de personas la acompañan desde la cercanía de los lentes y las lámparas.
Pero un día
crece, se siente mayor e independiente y huye. Sale de su viñeta y deja allí
todo su mundo, abandona sus diálogos escritos de antemano, sus amigos de frases
previsibles. Como un Pinocho de celulosa errante, busca por las calles y las
plazas un hada que la encarne.
Por ahí
sigue. A veces es Flaminia, esa mujer que lucha por eliminación de la
desigualdad en el trabajo; otras Zoé, una activista que quiere preservar la
biosfera de la ambición de los humanos; o Araceli, una bibliotecaria que se
esfuerza cada día por acercar la cultura a más y más personas. Son chispazos
que se producen en la bola del mundo y se ven desde fuera como constelaciones
de ciudades. Poco a poco va prendiendo la luz en más hogares, incluso sin
saltos de agua ni centrales nucleares.