martes, 29 de diciembre de 2009
PAGANO
Liberado del ambiente colegial, Pagano se enroló en una empresa de automóviles donde su nombre fuese uno más entre los muchos que se afanaban en la cadena de montaje. Así fue durante las horas laborables, pero no en las tardes que dedicaba al alterne y la disipación. El “qué pague Pagano” llegó a ser un latiguillo tan fatigoso y abrumador que le llevó a desligarse de su grupo de amigos para caer en el nefando vicio de los bebedores solitarios. La soledad acabó dando con sus huesos en tugurios de mala nota, donde las chicas que frecuentaba empezaron a llamarle “el pagano”, antes de conocer su nombre, por la facilidad con que le convencían de llenar otra vez la copa con sidra gasificada a precio de champaña de postín. Desesperado, decidió tirarse desde un puente, pero le salvó un individuo desgarbado y renegrido, con el pelo como la pez, que pululaba por allí con el mismo propósito. Su asombro fue mayúsculo cuando Querubín, que así se llamaba su inesperado salvador, le narró una vida pareja en desgracias a la suya. Nunca volvieron ya a separarse. Algunos iconos los representan unidos entre sí por un cordón dorado.
jueves, 24 de diciembre de 2009
NATIVIDAD
La niña mantuvo siempre ese halo de bondad que armonizaba con la belleza del rostro y las bellas proporciones de su cuerpo. Desde el capacho instalado frente al llar asistía embelesada a las idas y venidas de la madre, que se afanaba en preparar el condumio familiar. No faltaban nunca los garbanzos y con ellos un buen relleno, habitual en aquellas tierras de montaña. Era éste un amasijo de huevo, miga de pan y ajo que se freía y se introducía luego en la olla, donde se impregnaba de la sustancia del compango. Nati aprendió a elaborarlo en cuanto tuvo estatura suficiente para llegar de puntillas a la trébede y lo hizo con tan amorosa perfección que sus padres y hermanos sonreían al compartirlo como tocados por la mano de un dios benevolente. De hecho fue tal el embeleso que no volvieron a comer más relleno que el salido sus manos. Eso la obligó a pedir permiso al maestro, don Nero, para ausentarse durante una media hora de la escuela, lo que propició la curiosidad del pedagogo. Un día la siguió y al verla a través de la ventana quedó tan maravillado de su presteza y mimo que predicó la nueva entre quien quiso oírle, dando pie a lo que llegaría a ser una leyenda.
Nati creció y sus rellenos fueron extendiendo en derredor un halo de dicha que fundía el hielo de los corazones más remisos. Pronto hubo tanta gente ávida del manjar que tuvo que abandonar sus otros quehaceres y dedicarse a cocinar en alma y cuerpo. Pronto se hizo famosa en los contornos a la par que la región empezaba a serlo por la bonhomía de sus naturales.
Aún en aquellos tiempos míticos las noticias volaban. Llegaron hombres trajeados con propuestas. Se manejaron términos como capital, inversión, comercio e interés, pero Nati se negó rotundamente. Una voz interior le decía que ése no era el camino.
Nati vivió mucho y se dedicó tan por entero a su misión que murió sin descendencia. La comarca mantuvo largo tiempo una impronta de belleza y de virtud. Con el tiempo acabó siendo una sombra desvaída en el alma de algunos elegidos.
martes, 24 de noviembre de 2009
DELFÍN
Su primer día de clase fue su primer intento fracasado de permanencia en un pretérito perpetuo. El siguiente muro fue el día de la primera comunión y el siguiente el examen de ingreso en el bachillerato. Después lo fue el servicio militar. En cada uno de esos mojones temporales se hacía la ilusión de que el tiempo se iba a detener, pero pronto tenía que asumir un nuevo periodo con vistas al siguiente. Como estrategia se propuso actuar lo menos posible y dedicar su tiempo a desgranar cada minuto con la avaricia con que un judío de leyenda contara sus caudales pieza a pieza.
Muertos sus padres, no tuvo más remedio que trabajar para ganarse el pan. Eligió un trabajo aburrido en un despacho donde diligenciaba diversos trámites cuyas pruebas palpables ordenaba luego en abultados archivadores de cartón. Los meses pasaban lentos, mientras hacía montoncitos con los impresos, según fechas y colores. El resto del tiempo lo dedicaba a pasear por calles anodinas y ver películas rusas con subtítulos en polvorientos cine-clubes.
Ya maduro cometió la imprudencia de dejarse llevar por el consuelo engañoso del amor. Conoció a Irma una tarde en que había cedido a la frivolidad de visionar Los siete samuráis. Irma era tan dulce como cabía esperar y compartía con Delfín la obsesión por el tiempo. Decidieron ir juntos a Mariembad, pero volvieron desencantados porque encontraron aquel ambiente demasiado festivo. De nuevo en casa, lo dispusieron todo para una vida en común aburrida y sosegada.
Aguantaron juntos sólo unos meses. Delfín sentía que la otra presencia le impedía concentrarse debidamente en constatar el discurrir de las horas. A veces conversaban y, sin darse cuenta, había dejado atrás un montón de minutos sin sentir su rasposa estela restregarse por el lado interior de la frente. Por si fuera poco Irma albergaba la terrible veleidad de ser madre, lo que provocó definitivamente la huída de Delfín. La mera idea de que el tiempo se encarnara le resultaba, como es lógico, impensable.
Solo de nuevo, colocó su nuevo muro en la jubilación, que acabó llegando con su resma de hojas de calendario bajo el brazo.
Ahora ya sólo le queda un parapeto ante el cabalgar impasible del tiempo. En Nochebuena dispone las viandas ante el televisor y se enfrenta a uno de esos kilométricos programas, llenos de viejas glorias y paniaguados, que la gente pone de fondo mientras habla a gritos y finge ser feliz delante de suegros y cuñados. Delfín sabe sacar el jugo hasta la hez a esos eventos enlatados. Luego brinda consigo mismo y escucha villancicos.
domingo, 4 de octubre de 2009
EVARISTO
Cumplido el servicio militar, se instaló Evaristo por su cuenta y matrimonió con Mayota, joven virtuosa y un poco rechoncha a quien los chiquillos, por escarnecerla, llamaban en la escuela La Bella Bellota. Alquilaron un piso de planta baja en una calle próxima a la carpintería.
No tuvo el matrimonio descendencia, si bien consta –según testimonio anónimo de un vecino medianero- que en los primeros tiempos de la coyunda dedicaron muchas tardes al débito con afición notable. Aminorado el fuego de los inicios y sin gente menuda que reclamase sus cuidados, Evaristo se dedicaba con ahínco a su trabajo y por la noche acudía solo al cine del barrio. Mayota, apoyada en el alfeizar de la ventana, fue poco a poco redondeando más y más su figura, hasta hacerse realmente acreedora del infamante apelativo de la infancia. El lugar estratégico de su vivienda la hizo popular entre las comadres, que no escatimaban la ocasión de pararse frente al improvisado púlpito para comentar los dimes y diretes de la vecindad.
Con el tiempo, el corpachón de Bellota fue adaptándose al vano de la ventana hasta conformar con el marco un todo semejante al de un santo de iglesia y su hornacina. Ya apenas se retiraba un rato a mediodía para ingerir el sustento necesario. El resto del tiempo lo dedicaba a contemplar a los viandantes y lanzar encendidas sentencias del tipo “la juventud está podrida”, que eran jaleadas por las contertulias.
Mientras, Evaristo, pasaba las horas muertas cepillando y puliendo cariñosamente las creaciones salidas de sus manos, actitud en que suele aparecer representado en la iconografía. Su carácter, al contrario que el de su esposa, fue derivando hacia el recogimiento. Todas las noches acudía sin falta a su cita con la penumbra del patio de butacas. Por Navidad solían poner aún alguna de romanos.
viernes, 2 de octubre de 2009
HONORATO
Al cabo de unos años promocionó a dependiente fijo en la tienda de Floro, que apreciaba su disposición y probada honradez. Era feliz atendiendo a sus clientas. Aunque serio y poco amigo de chanzas era diligente a la hora de pesar las legumbres y un experto a la hora de servir el chicharro en escabeche sin que se desmenuzara ni una miaja.
Era Honorato un poco soso en las cuestiones del amor, aunque su timidez le dotaba de un aura de candor que despertaba a veces el interés de alguna fémina con veleidades un tanto etéreas. Hubo una en especial, tenida en el barrio por lunática, que se acercó al mancebo. El flechazo surgió una tarde en que el muchacho elegía para ella unos pepinos. Luego vinieron los paseos por el parque. Los silencios de él, avivaron en ella la convicción de que poseía una insondable vida interior.
Se casaron con gran boato de trajes de fantasía y lentejuelas. Pronto saldría a la luz la terrible verdad: no había nada tras la expresión beatifica de Honorato, sólo listas de precios, calidades y calibres de alcachofa, diferencias entre peso neto y escurrido.
Durante años, el matrimonio pasó en la vecindad por ser modélico. Paseaban juntos del bracete por la plaza de abastos; ella mirándose la punta de los pies, él oteando nubes y observando las corras de chorizos y las piñas de plátanos como si fuesen apariciones de otro mundo. Luego dicen que si llegó por allí un tal Flaviano.
miércoles, 23 de septiembre de 2009
ESTER
La cosa hubiera acabado bien si las inquietudes celestes de Ester hubiesen derivado a lo científico, convirtiéndola con el tiempo en eminente astrónoma. Incluso hubiera sido provechosa la afición si se hubiese inclinado hacia el lado, más fantasioso, de la adivinación del porvenir, campo susceptible de rendir pingües beneficios a costa de pazguatos más o menos desesperados. Pero no fue así, pues Ester empezó a escuchar voces provenientes de una estrella.
Al principio mantenían conversaciones intrascendentes que entretenían su soledad de hija única. La estrella, a la que la niña bautizó como Silán en homenaje póstumo a un perrillo que tuvo, le contaba a la niña cosas de la vida cotidiana del firmamento. Chafardeaba de las andanzas nocturnas de los planetas y de cómo tal astro se quitaba por coquetería varios millones de años al declarar su edad. Ester por su parte le hablaba a la estrella de sus pequeñas pendencias en la escuela y de sus peleas domésticas en casa.
Silán le aconsejaba siempre bien, de modo que en Ester se afianzó una confianza ciega hacia su amiga cósmica. Antes que a sus padres y maestros, comentaba a la estrella sus conflictos más íntimos y encontraba en ella la solución perfecta a sus cuitas.
Creció Ester y surgió el amor. Un amor por partida doble que la desconcertaba. Por un lado estaba Honorato, un chico tímido y sensible que trabajaba en el colmado de la calle mayor. Por otro, Severo, un joven pero prometedor pasante en el bufete de su padre. Ester dudaba ante las propuestas de ambos y acudió al veredicto de su buena estrella. Esta sin dudar le señaló al primero, al que, desde su perspectiva de años luz, consideraba de corazón más puro e ideales más etéreos.
Nuestra Ester se prometió, cómo no, con Honorato y al cabo de un tiempo se fue de su brazo al himeneo. No hubo de pasar mucho tiempo de vida en común para que saliera a flote la verdad: Honorato era romo y convencional como un gato de escayola. Hundida en su desdicha, Ester, sensu stricto, no volvió a levantar cabeza.
lunes, 7 de septiembre de 2009
CEFERINO
jueves, 20 de agosto de 2009
DARÍO
Darío era algodonoso y suave como un burro de mentira y sufría en silencio su desmesura. Acurrucado en su pupitre intentaba, sin conseguirlo, que su presencia fuera apenas percibida. Sin embargo aquella masa cabizbaja, empotrada literalmente en una mesa que le atosigaba como una carcasa de molusco, llamaba la atención de todo el mundo. Doña Tea, la maestra, era enteca y fogosa. Cuando enarbolaba el puntero y lo escoltaba hasta el encerado parecía que pastorease un buey inmenso hasta el arroyo del saber. Los condiscípulos lo zaherían con apelativos ofensivos y lo lanzaban pelotitas de papel, aprovechándose de su bamboleante mansedumbre. En la zahúrda era precisamente Darío el Chico quien destacaba con sus improperios. Era un chiquito chaparro y delgado dotado por Natura de una vitalidad de moscardón inquieto.
Darío el Grande, impelido por los sinsabores, devino en poeta. En las noches de mesa camilla con brasero, apartaba los cuadernos de tareas y escribía poemas a escondidas. Eran versos tristes que destilaban una amargura impropia de su edad. Así siguió durante años, ocupando el tiempo que sus compañeros dedicaban a jugar al balón o perseguir muchachas a ese su vicio solitario.
Con el tiempo Darío se hizo hombre y abrió una cantina. Tras la barra fue feliz a su manera, observando la vida desde la atalaya de su propia estatura. Desde esa peculiar torre de marfil asistió a vociferantes partidas de tute y a enconadas discusiones futbolísticas. Un día empezaron a frecuentar el local un grupo de escritores primerizos. Les gustó y establecieron allí su tertulia. Darío les miraba desde la barra con los brazos cruzados y la expresión de bóvido. Nunca dijo nada acerca de su pasión por la poesía. Mientras los chicos hablaban de juegos florales, revistas literarias y glorias mundanas, él seguía allí, con sus cuadernos apilados sobre botes de tomate y polvorientas botellas de jumilla. Nunca le tentó aventar su tesoro más preciado. A su muerte tenía un arcón repleto de cuartillas primorosamente escritas. Por supuesto a pluma; siempre fue un clásico en las formas. Sobre la sustancia, nunca sabremos si eran versos excelsos o pasatiempos ripiosos y banales, pues un ropavejero vendió el papel al peso. El baúl acabó decorando el ampuloso recibidor de un nuevo rico. Dicen las visitas que da al chalet un toque rústico muy fino.
miércoles, 29 de julio de 2009
O
Su madre, Esperanza, nostálgica confesa, se empeñó en llamarla María de la O porque le recordaba una canción de la infancia, una de esas coplas de gitanos trágicos y celos como puñales. Graciano, el padre, era alegre y vivaz; quizás se hubiera opuesto, pero murió de apoplejía el mismo día en que llegaba al mundo la neonata. Fue pues O hija póstuma, adjetivo horrendo que contaminó para siempre sus ilusiones, y creció en el ambiente oscurantista de una madre muerta en vida que no encontraba alivio sino en los funerales y en las obras pías.
Creció O y devino en ninfa dionisiaca a su pesar, dotada de un rostro angélico y de un cuerpo tan carnal que incluso debajo del gabán más andrajoso podía trastornar los sentidos al más morigerado. Era la criatura de natural ingenuo, por lo que no supo sustraerse al encanto diabólico de Vigoroso, un varón maduro fiel a su nombre que corrompió la fragilidad de la virgen y la hizo suya hasta el exceso. Sufrió O esta prueba con la alegría de la neófita ante un culto a la que ha sido desde el principio de los tiempos destinada.
Fue feliz O a su manera, soportando azotes y vejámenes de su amante amo, que la prostituía y la cedía cuando así era su deseo. Uno de esos amantes impuestos fue Simplicio, que la enamoró con su alma grande y la llevó lejos, fuera del alcance de la bestia. Simplicio era de tan alta cuna que podía permitirse ser bueno, idiota y puro sin perecer en las refriegas cotidianas de la vida. Quería a O de verdad y la colmó de lujos y atenciones. Se establecieron en un castillo en la Riviera y se amaban ante la chimenea, sobre alfombras de piel de oso siberiano.
Se sorprendió O disfrutando de este nuevo amor, tan solícito y suave, que estudiaba cada centímetro de su piel con la intensidad de un entomólogo y el gozo de un niño. Cuando se cansaban de retozar entre las plumas de ganso de los jergones paseaban desnudos a la luz de la luna o se vestían con vestidos fastuosos y se dejaban ver en el gran mundo. O se acomodó con el tiempo a este tipo de vida. Sólo a veces la sorprendía Simplicio con el rostro serio y la mirada ausente. “En nada”, contestaba invariablemente a su pregunta.
domingo, 26 de julio de 2009
ENRIQUE
Enrique fue siempre muy echado para alante. Ya en la infancia destacó por su arrojo y puntería en las pedreas que se organizaban periódicamente contra los del pueblo de abajo, consiguiendo para sus huestes repetidas victorias. Justiniano, el de Merasia, achacaba tal exceso de ventura al concurso favorable de la Ley de Gravedad y así lo denunció en el fragor de una batalla, pero un canto certero lo convenció de que contra la violencia no valen razones y menos peroratas de empollón.
La suerte de Enrique sufrió un grave quiebro cuando desgració un ojo a Floriano, el hijo del alcalde. Acabó por aquel desaguisado en un correccional, donde monjes-soldado le fustigaban con sus cíngulos de cuero y le sometían al continuo runrún de exorcizantes latinajos. Pero no se le fueron los demonios del cuerpo, sino más bien fue su persona mortal la que salió de allí por la trampilla del terrado. Consiguió descender a los añorados infiernos exteriores y no paró hasta la frontera, que cruzó subrepticiamente una noche de luna nueva. Ya en el otro lado ejerció diversos oficios, desde gañán a buhonero y mozo de equipajes. Le sonrió la fortuna el día que salvó de un río embravecido al hijo de Sturmo, el cacique local que, en agradecimiento, le adoptó como hijo. Mostró Enrique en su nueva vida aptitudes intelectuales que no había tenido antes ocasión de cultivar. Estudió pues en buenos colegios y acabó siendo doctor. Quiso la Fortuna, que todo lo rige a su parecer, que eligiera como campo la oftalmología y se convirtiera en reputado especialista. Sería tentador relatar aquí que, andando los años, se encontró nuestro biografiado con Floriano y le devolvió con su ciencia la luz que antaño de su ojo le quitase. Sería una justa restitución, pero la vida suele ser más prosaica y rastrera.
miércoles, 22 de julio de 2009
VALENTIN
martes, 9 de junio de 2009
MARINO
Desde entonces se dedicó a dar con un proyecto vital que encauzara sus ansias y diera sentido a su caminar por los surcos del mundo. Sentado en su tractor, miraba al horizonte y esperaba una llamada. Un día vio surgir una vela por el secarral. No era un espejismo, sino una embarcación remolcada por un 4x4 en dirección al embalse. Marino pensó: “Cómo no se me había ocurrido antes”, y decidió desde ese instante dedicar su vida a surcar mares desconocidos y lejanos. A pesar del nombre, Marino era muy de interior y ni siquiera sabía nadar. Sin embargo abrazó sin dudar su destino. Se iría preparando poco a poco. De momento se agenció una pipa en un estanco de la ciudad y lo aprendió todo sobre mezclas de tabaco, formas de atacar la cazoleta y técnicas para mantener la llama viva a base de suaves pero reincidentes caladas. Después se suscribió a una revista sobre náutica y fue absorbiendo cordajes, balandros y arboladuras con la eficacia de una esponja de mar. No tenía prisa, le bastaba con tener un proyecto vital. Siguió navegando por los cálidos surcos mientras escuchaba en la radio ritmos de las islas y continentes que habría de visitar en un futuro cierto. Por el invierno, al calor de los programas de aventureros de la tele, practicaba nudos con un trozo de soga.
Pasaron los años y llegó la decadencia. Entre sueños y veras había tenido tiempo de emparejarse y tener hijos: Silvia y Valeriano. Un día los convocó ante su lecho de enfermo, sacó unos planos de la mesita y les dijo: “Tomad, hijos, seguid trabajando. Aún hay que perfeccionar algo la toldilla”. Y luego, con un hilo de voz: “No hace falta que os deis mucha prisa”.
martes, 19 de mayo de 2009
PROMO
martes, 12 de mayo de 2009
AUXENCIO
El caso es que Auxencio no se centraba en los estudios y se pasaba los recreos hablando a sus compañeros de la levitación y el tercer ojo, con resultados bastante desastrosos para su vida social e integridad física. Casó este varón, sin apenas darse cuenta, con Otilia, mujer bellida a la par que emprendedora. El matrimonio funcionó contra todo pronóstico y tuvieron dos hijos llamados Orestes y Columba. Crecieron éstos a la vera del almacén de bovedillas y viguetas regentado con pulso firme por la madre, mientras el padre frecuentaba a poetas y otras gentes de porvenir por resolver. Una tarde pasó lo que tenía que pasar. Llegó Luciano, el encargado de los hornos, y se quedó demasiado rato en la oficina con Otilia. De ahí tendrían que haber surgido, para bien de la historia, hechos terribles. La muerte, el matricidio y la venganza, como poco. Pero no hubo tal. Luciano se contentó con la hembra en usufructo. Auxencio siguió con sus paseos, ajeno como siempre a lo terreno. Columba era una linda torcaz sin más afán que encontrar un día su polo positivo. Orestes, por su parte, no estaba por la labor de cumplir su esforzado destino y acabó llevando las cuentas con Luciano.
domingo, 12 de abril de 2009
MARCIAL
Eso le debió de influir, pues años después lo encontramos como profesor de latín en un colegio. Allí permaneció varios años. Era popular entre sus alumnos por su campechanía y fino sentido del humor. No era extraño oír risotadas tras la puerta de la clase si alguien pasaba por el pasillo en el momento en que Marcial contaba una gracieta sobre Júpiter, Nerón o el propio Séneca. Aparte de estos momentos puntuales, sabía ser eficaz en sus lecciones. Traducía con sus alumnos aquello del “veni, vidi, vinci” y les enseñaba la declinación de “sagita-sagitae”. “La guerra de las Galias” era su libro de cabecera y Alejandro el héroe que sobrevolaba su mundo.
Pero los dioses son a menudo caprichosos y mangonean en el porvenir de los hombres por mera diversión. Ocurrió un día que Marcial se topó con Dionisia. El choque fue frontal y ocurrió en el pasillo de alimentos macrobióticos de un supermercado. Se saldó con algún abollón en ambos carros y un café compartido para aliviar el susto. Dionisia era vegetariana y pacifista. Pronto Marcial se olvidó del mundo clásico y se fue con ella a cultivar la tierra a un pueblo perdido. Los fines de semana vendían en el mercado tomates ecológicos y alfarería. A veces Marcial se permitía decorar alguna ánfora con grecas y sirenas.
jueves, 26 de febrero de 2009
ARTURO
martes, 24 de febrero de 2009
EDMUNDO
Pero siempre hay algún espíritu dañino que se interpone en los planes de los buenos. En este caso fue Eulalia, la futura suegra, quien maquinó un plan para alejar a su querida hija de quien ella consideraba un fracasado. Se alió con Fulgencio, pretendiente secreto de Loreto, para acusar falsamente a Edmundo de malversación en los fondos dedicados a la investigación. Este infundio, junto a la denuncia por rijosidad de Julia, una alumna despechada, dieron con los huesos del infeliz cátedro en la cárcel.
Allí pasó unos años, entre inadaptados y perversos que le acrisolaron el carácter. El día que salió recibió la noticia de que había heredado una gran fortuna de su tío Melquiades, maderero en Brasil. Acarició unos días la idea de pergeñar una venganza de novela. Luego se serenó y decidió irse a la Amazonía a ocupar el puesto de su tío. Podría estudiar en su hábitat natural los insectos que tanto le fascinaban y, desde luego, loros no le iban a faltar.
lunes, 23 de febrero de 2009
RESTITUTO
Pero todo llega, todo se acaba algún día. “Ya no tengo humor”, decía, y se arrebujaba en la bata como si tuviera frío, a pesar de que el termostato estaba a veintitrés. “No llego a Navidad, no llego, Restín”. Y es que el 24 cumplía los setenta y su padre, Restituto, había muerto a esa edad. Para él, ese guarismo se había convertido en un hito fatídico e irrevocable. Restín le miraba y no sabía que decir. Acababa de cumplir cuarenta y uno.
martes, 17 de febrero de 2009
CONSTANTINO
Y es que si hubiera que asignar a Tate una virtud, ésta sería la constancia. A pesar de su corta talla, era uno de esos futbolistas voluntariosos que sudan la camiseta, intentan regates imposibles y roban balones aún a los contrarios más voluminosos, con riesgo para su integridad.
No era menos constante Tino en el campo de la fresa, pues en el taller era el primero que llegaba y el último que salía, siendo sus piezas las más apreciadas por su perfección y preciso acabado; “verdaderas obras de arte”, a decir de Sofronio, el encargado.
Así transcurrió durante años la vida de Constante; entre el chirriante ruido de las máquinas, los días de labor, y las broncas imprecaciones del público los domingos, en embarrados campos de Tercera Regional. Fuera de esto, dividía su tiempo entre entrenamientos y atenciones para con su madre, lo que no le dejaba mucho espacio para el amor carnal. Conoció a una tal Hidra en una fiesta y a una Inmaculada en un cursillo de cristiandad, pero sus caracteres tan antagónicos lo desanimaron de seguir buscando entre el amplio abanico intermedio.
La muerte de Sabina deja a Constante desarbolado. Tate languidece al compás de su decadencia física. El primor de Tino acaba en el sumidero de la regulación de empleo. Constante se encierra entonces en casa y apenas sí se le ve comprando libros y material de escritura en la papelería del barrio. Muchos especulan con que dedicó sus últimos años a escribir unas memorias extremadamente pormenorizadas. Otros hablan de una novela río que habría de desbancar a los mayores hitos del género. Nunca lo sabremos con certeza, pues jamás se ha encontrado vestigio alguno.
domingo, 15 de febrero de 2009
AMBROSIO
Preparó su hogar para vivir con ella. Mandó hacer un estanque en que estuviera cómoda y repobló la casa con ratones que pudiera cazar a conveniencia. Cuando iba a trabajo la dejaba al lado de la estufa, entretenida con cualquier culebrón venezolano. A la vuelta se apareaban con pasión. Pasó un cálido invierno, con los anillos de Fara bien apretados alrededor del cuerpo. Pronto fueron una pareja envidiada en la ciudad.
viernes, 13 de febrero de 2009
ASELA
La tal Asela, cualquiera diría que intimidada por su aparatosa presentación en sociedad, no dio nunca un ruido en su primera infancia, lo que hizo felices a sus padres, Bonifacio y Dionisia, que atendían el pequeño colmado del lugar. Allí entre pilas de jabón de lavar, sacos de arroz y botes de estricnina se abrieron al mundo los ojos de la niña, que daría en el pueblo ejemplo de mansedumbre. Cumplida la edad reglamentaría ingresó en la escuela, donde padeció las iras de don Pedro, conocido como El Cruel en los contornos. Ni las orejas de burro, ni los varazos en las uñas, entonces tenidos por valiosos y meritorios recursos pedagógicos borraron del rostro de Asela su proverbial serenidad. Hacía las tareas empleando su mejor voluntad y aceptaba las reprimendas con admirable docilidad.
Su padre, varón amable e incluso delicado, tuvo un disgusto por culpa de una herencia que avinagró su carácter y le aficionó a la bebida. Asela sufrió desde entonces sus ataques de ira, agravados cuando su madre, la sufrida Dionisia, huyó con un viajante, harta de aquel infierno.
Crecía Asela, como flor en medio del estiércol, conservando una suavidad de carácter y un donaire que no pasaron desapercibidos para Tercio, un garrido mozo de mirada profunda que llegó un día en el tren de las siete. Pronto se casaron y empezó para la mártir un nuevo capítulo de maltratos callados. Duró tres años y terminó con la repentina muerte de este tercer tirano. Sus vecinas seguían viendo en ella la suave y servicial moza de siempre. Por eso, durante el velatorio, nadie advirtió lo que la viuda musitaba con cada misterio del rosario: “Lo siento, Tercio, te tocó”.
martes, 10 de febrero de 2009
GALGANO
Con el paso de los años, su perversidad creció como sólo lo saben hacer las malas hierbas. De pequeños hurtos pasó a conchabarse con delincuentes ya profesionales y pronto destacó como figura señera del hampa local.
Hastiado de placeres carnales, cayó Galgano en las inocentes redes de la bella Elisa, que le sedujo por su incorruptible decencia, muro inquebrantable ante sus amenazas y sus súplicas. Desconcertado ante una muestra tal de rectitud moral y paz de espíritu, embarcó Galgano en un crucero, tocado ya por un runrún que le socavaba los palos del sombrajo. En este estado de desequilibrio interior conoció el antes orgulloso y seguro pillastre a Julio, un espíritu errático en continuo riesgo de combustión de alma. Juntos acabaron en Belice, entre mosquitos, sudor y látex, donde montaron una empresa de ortopedia sexual y variedades, con la intención revolucionaria de evangelizar en ese aspecto el continente. La cosa acabó mal debido a los desvaríos de Galgano, sometido a un bombardeo constante de emails redentores por parte de Elisa que, con la paciencia que sólo puede tener una santa, elaboraba presentaciones inmensas llenas de bellísimas fotos en interminable cascada adobadas con las máximas más sabias y excelsas. Aquello sólo podía terminar con el terrible estallido que quedaría impreso en los anales (sic).
viernes, 2 de enero de 2009
CIRANO
Cirano era feliz, o creía serlo, pues ningún contratiempo ni amargura había tenido para constatar la diferencia. Su airada vida era para él tan apacible como un largo día de pesca. Pero había de llegar tarde o temprano quien pusiera al pescado un poco de pimienta. Conoció a Ada, una morena cálida de mirada confortable, en la sección de delicatessen, mientras buscaba ostras para una cena romántica. Ya no hubo cena ni romanticismo. Ada ocupó desde entonces su corazón y su cerebro. Tuvo en ello que ver que se mantuviera inaccesible. Nunca logró lo que con otras era un juego de niños. Siempre ponía a sus ruegos condiciones que era incapaz de cumplir del todo. Cuando hubo logrado que el burlón cambiara de aficiones, de amigos y de ambiente, Ada le confesó una noche que no soportaba su nariz. Sólo podría amar a un hombre con la nariz enorme. Ante este reto reaccionó Cirano mintiendo sin descanso. Pero lo hacía tan mal que perdió amistades y negocios. Cuando acabó durmiendo entre cartones su única obsesión era no haber recurrido a la cirugía cuando aún tenía medios económicos.
jueves, 1 de enero de 2009
JULIO
Un ser así tenía que acabar en los trópicos. Así fue, y todo porque coincidió con Galgano en un crucero por el Mediterráneo. Galgano era un toscano alto y afilado, aficionado a los canódromos con la pasión de los obsesos. Hicieron buenas migas desde el principio; los dos e Hilaria, compañera de viaje de Galgano. Por las noches fumaban y bebían en cubierta, mientras la luna les miraba allá arriba, con la indiferencia e impavidez de una matrona apática. Hilaria era una mujer joven y bonita, de talle fino y mirada de loba. Pronto descubrió en Julito –como, confianzudamente, le llamaba- cualidades intrínsecas que, según ella, le hacían idóneo para ciertos negocios. Cuando desembarcaron, Julio había roto ya cualquier tipo de amarras con su vida anterior. Su corazón en llamas le llevaba de calle hacia un brillante futuro en panavisión y eastmancolor. Desde luego fue un futuro tropical y cálido, pero no en el sentido que él siempre había soñado.